Hay personas que no necesitan un aula para enseñar, ni un título para ser grandes. Personas que, con gestos sencillos, con una sonrisa constante, y con una presencia firme pero siempre cálida, dejan una huella que el tiempo no borra.

Juan Carlos Zucchini fue una de esas personas.

Durante más de 20 años, fue el portero, el personal de maestranza, el que llegaba primero y se iba último. Pero, en realidad, fue mucho más que eso. Fue una de las almas silenciosas de la Escuela Industrial de Berisso, la que hoy todos conocemos como Técnica N°2.

Juan Carlos no solo abría puertas. Abría el día con su "buenas" de cada mañana, ese que no faltaba nunca, ni siquiera en los días más grises. Compartía el mate como quien comparte un rato de calma, y siempre estaba atento: sabía cuándo un pibe necesitaba ayuda, cuándo alguien no venía bien. No preguntaba de más, pero sus silencios hablaban. Y cuando decidía decir algo, era justo lo que hacía falta.

Cada rincón de la escuela guarda algo suyo. Un banco arreglado, una lámpara que cambió sin que nadie se lo pidiera, un gesto que hizo sin que nadie lo viera. Porque para Juan Carlos, la escuela era más que un lugar de trabajo: era un hogar. Y lo cuidaba como tal. Con respeto, con paciencia, con amor.

Muchos lo recordarán por esas pequeñas cosas que, con el tiempo, entendimos que eran enormes. El abrigo prestado a un chico que llegaba con frío. El timbre exacto, como un reloj humano que nunca fallaba. La puerta que sostenía unos segundos más para el que llegaba corriendo. El chiste seco, esa frase justa que aflojaba tensiones. La mirada cómplice cuando un docente necesitaba aire, o cuando un estudiante necesitaba contención.

Y hoy, que Juan Carlos ya no está, algo dentro de la escuela se apagó.
El pasillo parece más largo. El patio, más callado. El portón, más pesado.

Se fue como vivió: en silencio, sin hacer ruido. Pero dejó un vacío que retumba. Porque hay personas que uno cree que siempre van a estar… hasta que un día ya no están, y entendemos cuánto sostenían sin decirlo.

Nos queda su ejemplo. Nos queda su huella. Nos queda el recuerdo imborrable de su humanidad.

Almas que inspiran es un tributo a personas que no aparecieron en los titulares ni buscaron ser el centro de atención. Su grandeza no se midió en fama, sino en los corazones que han tocado, en las sonrisas que han provocado, en las vidas que han cambiado sin siquiera darse cuenta. Son esas manos que ayudaron sin que se las pidan, esas miradas llenas de comprensión, esas voces que reconfortan en los momentos más difíciles, en los días grises donde una palabra amable puede ser un refugio, donde un gesto desinteresado puede devolver la fe en la humanidad. Son quienes extendieron la mano cuando nadie más lo hizo, quienes regalan su tiempo, su esfuerzo y su amor sin espera. Porque la verdadera inspiración no siempre viene de los flashes, sino de aquellos que iluminan el mundo con su esencia, con su bondad natural, con el simple hecho de estar y hacer el bien. Son faros en la niebla de la indiferencia, pequeñas luces que, juntas, hicieron de Berisso un lugar más humano, más cálido, más lleno de vida. Sus actos pueden parecer pequeños a simple vista, pero en realidad fueron los hilos invisibles que tejieron la esencia de la ciudad.