Corría el año 1973, en la carpintería Don Lino Pinarello fabrico con sus propias manos una cuna. No era para vender, ni por encargo. Era para alguien muy especial que estaba por llegar al mundo: su primer hijo.

Con paciencia y dedicación, eligió cada pieza de madera como quien escoge palabras para escribir un poema. Usó solo algunos tornillos, pero más que nada uniones firmes, pensadas para resistir el paso del tiempo. Lo hizo en silencio, con la seriedad de quien sabe que no está fabricando solo un objeto, sino un refugio.

La cuna recibió a ese primer niño con el crujido suave de la madera nueva, el olor de lo natural, y el amor que quedó impregnado en cada rincón. Fue allí donde se escucharon las primeras risas, los primeros llantos, las primeras canciones de cuna murmuradas en la penumbra.

Con los años, la cuna fue desarmada y guardada. Pero nunca fue olvidada.
Una generación más tarde, volvió a armarse, con las mismas manos ya envejecidas, ahora ayudando a preparar la llegada de otro bebé. La cuna volvió a cumplir su promesa: abrigar sueños, contener temores, ser nido y abrigo. Y así fue sucediendo, una y otra vez. Cada bebé de la familia fue recibiendo el calor de esa madera que parecía no envejecer, sino fortalecerse con cada nuevo latido.

Hoy, han pasado 52 años. La cuna sigue firme. Tiene marcas, pequeños arañazos, rastros de dientes curiosos y movimientos torpes. Pero cada señal es un testimonio de vida, de noches en vela, de amaneceres tranquilos. Y hoy, una nueva vida duerme en ella. Otro niño, otra historia comenzando, cobijada por la misma cuna que lo hizo con varias generaciones.

No hay tecnología ni modernidad que reemplace lo que guarda esa cuna. Porque no es solo un mueble. Es un legado. Es el eco del amor de un hombre que quiso dar más que protección: quiso dar permanencia.

Y mientras la pequeña respira con paz, mecida por los años, la cuna de Lino Pinarello sigue cumpliendo su misión. Firme. Silenciosa. Viva.

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