En el corazón de la ciudad, donde el tiempo parecía detenido, se alzaba la tienda LUXHOGAR de electrodomésticos y muebles que era un crisol de épocas. Ubicada en Av. Montevideo esquina Callao, sus amplios ventanales reflejaban tanto el brillo metálico de las heladeras de última generación como la calidez de las lámparas de araña de cristal tallado. Dentro, el aire vibraba con una mezcla de olores: el aroma a madera recién pulida de los muebles clásicos, el frescor del acero inoxidable y el sutil perfume a nuevo de los electrodomésticos.

Un silencio respetuoso reinaba en el lugar, interrumpido solo por el suave murmullo de los ventiladores y el ocasional clic de un interruptor. Los muebles, testigos mudos de incontables historias, parecían esperar pacientemente a ser elegidos. Las heladeras, con sus puertas brillantes, reflejaban la luz como espejos, mostrando un mundo de posibilidades culinarias. Las lavadoras, con sus tambores de acero inoxidable, prometían limpieza y frescura.

En un rincón apartado, sobre un mostrador de madera envejecida, yacía un carnet de pago de créditos personalizados de la década de 1970. Sus páginas, llenas de anotaciones con sellos, contaban la historia de sueños cumplidos y esperanzas depositadas en cada cuota. Era un recordatorio de tiempos más sencillos, cuando un electrodoméstico o un mueble nuevo representaban un paso importante en la vida de una familia.

La tienda, con su mezcla de lo clásico y lo moderno, era un refugio donde el pasado y el presente se encontraban en armonía. Cada objeto, desde el más antiguo hasta el más reciente, tenía una historia que contar, un eco de las vidas que había tocado.